Su preocupación por transmitir en su pintura la problemática de doble
pertenencia a minorías étnicas, la afroamericana y la latina, si bien
es elemento recurrente de su narración pictórica, nunca se sometió a
intencionalidades mensajísticas condicionadoras. El crítico británico Edward Lucie Smith
sostiene: “El más celebrado artista negro de los ochenta, Jean-Michel
Basquiat, utiliza con frecuencia la imaginería 'negra', pero al mismo
tiempo siempre demuestra su ansiedad por someterla a claros acentos de
universalidad.” También precisa que “su intención no era tanto construir
una capillita más para la cultura afroamericana, sino competir en
igualdad de condiciones con su mentor Andy Warhol.” Por su parte, el
teórico alemán Klaus Honnef
afirma: “Sea casualidad o no, si se pasan por alto las significativas
alusiones a la existencia social de los negros en los Estados Unidos y
la furia considerable de sus cuadros, se podría llegar a la conclusión
de que las pinturas y los dibujos de Basquiat están enraizados en la estética francesa, y no en los graffiti de Nueva York”.
Por su parte, Irving Sandler
sostiene que Basquiat, quien desde 1980 hasta su muerte alcanzó un
éxito y notoriedad nada comunes, al igual que unos años antes había
hecho su “padrino” Andy Warhol, se convirtió en prototipo del genio
romántico, atractivo, rebelde, hip y salvaje y, a la vez, en el
profesional ansioso de celebridad y dinero, en la última de las
estrellas del universo rutilante de Andy Warhol.
La leyenda del niño salvaje, tras su muerte, será tocada y
retocada hasta hacer casi imposible la distinción entre realidad y
fabulación. Por ejemplo, el afán de ser el primero en descubrir, quizás
inventar, al nuevo genio pictórico de la década, transforma a Diego Cortez en improvisado e inspirado promotor de la mítica historia de Jean-Michel Basquiat. Cortez alaba su primitivismo, la pureza casi arcaica, el vigor expresivo y otros varios clichés del repertorio previsible cuando de artistas afroamericanos se trata, especialmente con el graffiti.
El mánager, crítico de arte y poeta Rene Ricard le vaticina: “Haré de ti una estrella.” Y profetiza: “Nadie querrá ser parte de una generación que ignora a otro van Gogh”.
El artista posee algunos rasgos, que ya hemos comentado, que constituyen
una plataforma excelente a la hora de dejar despegar imaginaciones
exuberantes: joven, pobre (por lo menos durante algunos años y por
propia decisión), negro y de ascendencia latina, presuntamente vinculado
al mundo de las bandas, con un pasado reciente de frenético y
contestatario graffitero, proveniente de una innominada y patética zona
de Brooklyn.
El mercado levantará su nombre como contraposición orgullosamente antiintelectual a Keith Haring,
artista post-pop de raíces grafiteras, aunque con una sólida formación
artística. Basquiat solo atravesó fugazmente algunas escuelas de arte,
conducta varias veces ponderada como virtud.
Su temprana muerte marcará la definitiva consagración del mito.
De alguna manera Basquiat decidió la brevedad de su vida. “Yo sé que
algún día voy a dar vuelta a la esquina y voy a estar preparado para
eso”, dijo alguna de las pocas veces que habló sobre sí mismo, sobre su
existencia. “Eso” era una muerte buscada desde la adolescencia, idea que
de alguna manera nunca abandonó, a través de un carácter obsesivamente
autodestructivo. “Nunca sé demasiado bien si estoy vivo. De todos modos
no me preocupa demasiado: creo que soy inmortal” dijo a una de sus
parejas, Jennifer Goode. La idea de su inmortalidad
reaparecía como pretexto cada vez que un Warhol paternal le recriminaba
el abuso de las drogas: “No te preocupes, soy inmortal”.
El artista chicano Benny Dalmau y el transvanguardista italiano Francesco Clemente coinciden en afirmar que sólo cuando pintaba Basquiat parecía animado por una vitalidad tan incontenible como inesperada.
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